Desde la temprana niñez, cuando imaginamos que hay monstruos en nuestro armario, o cuando vemos extrañas siluetas siniestras en la oscuridad que el terror nos sigue. En el cine, literatura, música y sobre todo, en la vida real. El terror siempre está ahí para hacernos sentir con vida. Bienvenido a mi Blog, amante del terror.

sábado, 7 de enero de 2012

La Mentira.

¿Saben ustedes lo que es vivir una mentira? Si no saben que responder, respondan esto: ¿Ustedes han vivido una mentira? ¿No? Entonces no tienen idea de lo que es vivir una mentira. Les contaré mi horrible historia y que les sirva de lección; manténganse despiertos, no se dejen arrastrar por las redes de la mentira...

Habían desaparecido. Sí, d-e-s-a-p-a-r-e-c-i-d-o. Mis padres, John y Marcy, mis hermanas Eileen y Kate también y mi perro Scott. Estaba asustado, claro que sí, no era como cuando al despertar en las frías mañanas de invierno, aquellas en que el frío era tanto que cerraban mi escuela y me quedaba en cama hasta tarde, y luego despertaba y mis padres habían salido a trabajar y mis hermanas estaban o en la Universidad o trabajando también y mi perro se encontraba encerrado en el garaje, ya que siempre que mi papá se iba el corría a despedirse de él y mi madre le cerraba la puerta para que no se escapase el calor de la estufa antes de salir por la puerta principal para alcanzar a mi padre; se iban en el mismo vehículo y trabajaban en el mismo lugar, donde veintitrés años antes se conocieron y se enamoraron. Linda historia, ¿no? Pero es ¡MENTIRA!

En fin, era de mañana, cerca de las 7, la hora a la que siempre me despertaba para comenzar a arreglarme para ir a la escuela. Apenas me levantaba, iba al baño a asearme, día por medio me bañaba y los otros días sólo me lavaba la cara, las manos y, si era necesario, el torso. Luego, corría a mi pieza a vestirme, bajaba las escaleras y me sentaba en la cocina para desayunar lo de siempre: Cereal con leche. Veinte minutos después llegaba el bus y me marchaba. Pero esta vez era diferente; no había nadie, pensé que todos podrían haberse ido antes por alguna razón que no conocía, así que revisé el garaje, debía ser hora de entrar a Scott. Sin embargo, él no estaba allí, tampoco en algún dormitorio durmiendo encima de una cama, o en el baño tomando agua del retrete. Nada. Un extraño sentimiento abordó mi cuerpo, más tarde supe darle nombre: Desolación. Mis ojos se humedecieron y mi pulso se aceleró, fui corriendo a vestirme para salir al patio, nadie estaba allí, pero eso no era lo peor. Un cielo anaranjado, tan alto como el infinito se presentó ante mí, omnipresente, observándome. No entendía que pasaba, miré hacia todas direcciones en busca de alguna respuesta, de ayuda, socorro; nada… Nada.

Una línea comenzó a dibujarse en el firmamento, arriba, inalcanzable. Era casi tan naranja como el cielo, apenas se lograba divisar, y dudé si realmente acababa de aparecer o estuvo allí mucho tiempo. No, el cielo siempre fue azul, lo hubiese notado sin problema en cualquier otra ocasión. Eso creí en ese momento, mas ahora lo vuelvo a cuestionar, mi yo de ahora lo hubiese visto y hubiese advertido al respecto; el yo de antes, a menos que hubiera estado dentro de una pantalla LED Full HD no lo hubiera notado. ¿Cómo fui tan ciego? ¿Cómo desperdicié así mi vida? ¿Mi juventud? He vivido una mentira, sí. Pero para realizar un engaño de aquella magnitud la víctima debe ser ciega ante las señales. No hay peor ciego que el que no quiere ver, y yo no quise ver lo que estaba frente a mis ojos. La vida perfecta, las notas más altas del colegio, mis compañeros que siempre fueron tan amables conmigo pero nunca nos juntamos en mi casa o en la de ellos, nunca hicimos una pijamada, nunca llamamos a un viejo gruñón y nos reímos de él con bromas tan antiguas como ellos mismos. Nunca. De la escuela a la casa, de la casa a la de mi abuela, de allá a acá o a allí. Nada. Nunca tuve una conversación real con mi padre, no me enseño sobre sexo, sobre mujeres, nunca peleó con mi madre, nunca llegó tarde a casa, nunca reprendió a mis hermanas. Nunca.

Corrí por la calle, sí, a las 7 de la mañana y es que la sensación a la que más tarde llamé desolación me quemaba por el interior. Presentía que algo terrible pasaría y que TODOS pagaríamos por ello. Gritaba, a toda voz, en un fútil intento de que mis vecinos saliesen de sus casas, aunque estuvieran molestos, intentando reprenderme; sólo quería señales de vida. A veces pienso que nunca tuve que haber abierto los ojos, quizá habría vivido más feliz. Regresé a mi casa una hora más tarde sin lograr nada. No podía evitar pensar que tenía la oportunidad de ver televisión hasta que me hartara a todo volumen; sin vecinos cerca, ninguno me acusaría a mis padres o vendría a reclamarme. Me enojé conmigo mismo por esa idea, me golpeé, incluso, en una ocasión.

Ya estaba en medio del living, contemplando la delgadísima y enorme pantalla que estaba frente a mí. En ese momento, no sé si fue mi cabeza, algún altavoz escondido que me controlaba, o una persona haciendo jugarretas desde el exterior, me comenzó a hablar. Vamos, enciéndela, yo sé que quieres. Estás asustado, ya no lo estarás. Toma el control, esta a tu lado, un solo botón y ¡puf! El miedo y tus dudas desaparecerán. Sea lo que haya sido, casi me convence. Llegué a tomar el aparato plástico y jugué con él entre mis manos, brillaba como nunca antes lo había notado. Oprimí el lado que manda señales al televisor contra mi cuerpo y apreté el botón de encendido, sólo para ver si aún así prendía. No lo hizo, afortunadamente. La voz seguía hablando, nunca se calló y ahora ya no sonaba tan gentil como al principio; ahora era un poco más autoritaria, su timbre de voz era una extraña mezcla de la voz de mi padre, madre, abuelo, profesor; todas las personas que ejercían autoridad sobre mí. Noté que la desolación había desaparecido, pero no la había olvidado, en ese momento lo supe todo, simplemente lo supe. Tomé el aparato con mi mano derecha y lo lancé con todas mis fuerzas contra la pantalla. No le hizo más que rallar su superficie y hacer que se sacudiera. No me puedes vencer; ¡úneteme! Pensé en Scott, en Eileen, en John, en Marcy y en Kate y en las mentiras que pase y la desolación dio paso a rabia; una rabia tan pura, tan intensa como la que ningún joven de trece años debiera pasar. Tomé el televisor y lo azoté contra el suelo, más bien, lo empujé desde atrás y escuché con gusto como se trisó la pantalla; las voces se silenciaron. Salí de mi casa y, ya en el jardín, agarré una piedra, puntiaguda y grande, y la lancé contra la ventana frontal.

Erré e impactó en la pared, sorprendentemente, esta se desmoronó en el acto. Un ruido espantoso resonó en todo el vecindario, retumbó en mis oídos y temí sólo por un segundo que alguien saliera a gritarme y a hacerme callar. Recordé que estaba solo. Las lágrimas se empezaron a escurrir por mis mejillas cuando tomaba otra piedra, la segunda más grande que pillé y la arrojé al techo, el cual se desmoronó tan fácilmente como la pared. Esta parte es difícil de explicar, como ya les dije, la pared y el techo se destruyeron, pero no es que la casa haya quedado a la intemperie, sino que fueron de alguna manera reemplazados por pared y techo reales, de ladrillos y tejas, antiguos, carcomidos por el tiempo, envueltos en moho y suciedad. Mi verdadera casa estaba allí mismo, bajo o entremedio de la ficticia, de la que era dominada por mi televisor. Arrojé un par de piedras más para contemplar mi antiguo hogar. Entré, miré un cuadro botado en el suelo, tan trisado como la LED. Lo tomé y lo guardé, para recordar lo real que fue ese momento, para recordar el día en que abrí los ojos, para recordar cómo fue haber dejado de vivir la mentira.

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