Me despertaron los gemidos y
lloriqueos de Ceci en el cuarto de al lado. Tercera noche seguida, pensé.
Mientras buscaba torpemente las pantuflas en el suelo con los pies y los ojos
entrecerrados, me decía a mí mismo que debía tener paciencia. Sí, era agotador
y sí, mañana debía levantarme muy temprano para ir a Santiago al trabajo. Pero
Ceci siempre fue una niña a la que le costaba mucho quedarse dormida y, cuando
por fin lo lograba, era usual que despertara en medio de la noche producto de
pesadillas que luego no quería contar a nadie. Mas esta noche sería diferente.
Por medio de trompicones, choques con paredes y muebles y torpes y pesados
pasos, llegué a su habitación. Encendí la luz de su lámpara de noche y la
sacudí suavemente para despertarla.
Ceci abrió los ojos tras unas
cuantas sacudidas, su rostro congestionado por el miedo y la desesperación.
Todo está bien ahora, le dije. ¿Quieres que revise el clóset y bajo la cama?,
le pregunté. Ella agitó la cabeza con unción. Quiero dormir contigo, papi; respondió
con un hilo de voz. Esbocé una sonrisa cansada y, acto seguido, la tomé en
brazos. Prométeme que dormirás tranquila, le susurré al oído. Lo prometo, papi;
respondió, ya más calmada.
Siempre lo prometía y siempre
cumplía. Para ser sólo una niña, le tomaba mucho peso a sus promesas. Era el
tipo de cosas que hacen que un padre crea que su hija es la niñita más especial
del mundo. La cargué de vuelta a mi habitación, con cuidado de no tropezar con
nada, pero ya no estaba tan atontado por el sueño. La puse a un lado de la cama
y caminé hasta el otro y me acosté. La abracé con delicadeza y le di un beso en
la mollera. Dulces sueños, princesita; dije.
Desperté nuevamente, no sabía qué
hora era. No recordaba haber llevado a mi hija a la pieza, pero allí estaba.
Llorando, su cuerpo agitándose lleno de angustia mientras dormía. Esta vez la
sacudí con más fuerza; comenzaba a asustarme. Cecilia, quería, ¿qué pasa? Ella
dio un salto que la dejó sentada en la cama, daba bocanadas profundas y rápidas
de aire mientras se tocaba el pecho con una de sus pequeñas manos. Oh, papá
–dijo-, él. Era él de nuevo. Me estaba asfixiando –chilló, desesperada.
Tranquila hija, sólo fue un sueño –pasé mi mano por su pelo con cariño,
tratando que no notará que yo también temblaba. No lo entiendes, papá –siguió-,
se llevó a mamá y ahora quiere llevarme a mí. Tu eres el último, papi, te
quiere para el final –las últimas palabras casi no se le entendieron pues ya no
aguantaba más el llanto. De pronto caí en la cuenta, mi cuerpo entero se entumeció
y ya no pude seguir aguantando más el horror; mi esposa, había muerto hace unos
años, simplemente había dejado de respirar una noche. ¡Dios mío!, grité.