Desde la temprana niñez, cuando imaginamos que hay monstruos en nuestro armario, o cuando vemos extrañas siluetas siniestras en la oscuridad que el terror nos sigue. En el cine, literatura, música y sobre todo, en la vida real. El terror siempre está ahí para hacernos sentir con vida. Bienvenido a mi Blog, amante del terror.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Perro (Primera Parte).

El pequeño niño cachetón se sujetaba con nerviosismo del tubo que nacía en el piso y moría en el techo de la máquina. Sabía que había tocado el timbre que daba aviso al chofer que se quería bajar ya estando a escasos metros del paradero y eso podría significar que no se detuviese si no hasta el próximo. No, no podía ser así, él nunca practicó con su madre el que pasaría si se bajara más allá de donde debía. Es más, ignoraba que tan lejos llegaría a parar y como haría para encontrar el camino a casa. Su nerviosismo aumentó y comenzó a apretar el timbre repetidamente. Notó que el chofer le echó una mirada cargada de mal humor a través del espejo retrovisor. La gran máquina de metal comenzó a disminuir su velocidad bruscamente. El niño tuvo que sostenerse ahora con los dos brazos para no perder el equilibrio. La micro finalmente se detuvo en medio de un rechinido bastante molesto, seguido del ruido que hacían las puertas al abrirse, algo así como un gran animal soltando una gran bocanada de aire. 

Ya bastante más tranquilo el pequeño querubín dio un brinco desde el umbral de la micro hasta el suelo y el peso de su mochila, la cual llevaba colgada de la espalda, le hizo perder la compostura y quedar de rodillas en la vereda. Pero se levantó de inmediato y se sacudió los pantalones con ambas manos. Luego comenzó a caminar en dirección a su casa; debía caminar tres largas cuadras y un cruce, para terminar entrando en un pasaje, el pasaje en el cual se encontraba su hogar. 

Estaba terminando de caminar la primera cuadra, torció a la izquierda para entrar en una larga calle, la cual estaba repleta de industrias (o al menos eso eran para él) con montones y montones de autos aparcados en sus veredas y a los bordes de la calzada. 

Se estaba acercando a la entrada de la primera industria y, por tanto, a la primera tanda de vehículos cuando escuchó unos pasos agudos, como los de un animal con las garras largas a su espalda. Le tenía mucho miedo a los perros así que miró por sobre su hombro sin dudarlo. No vio nada raro y asumió que era una hoja seca; solían sonar parecido, pensó. Siguió caminando, y ya cuando estaba tan cerca del primer vehículo de la primera tanda que lo podía tocar si estaba la mano, escucho un gruñido. Pegó un sobresalto y su pequeño corazón se aceleró. Se detuvo y, esta vez, giró todo su cuerpo para ver si algo lo seguía. Nada. Dio media vuelta y volvió a emprender su viaje. Un auto, dos autos… comenzó a contar en su mente. Era un niño bastante ansioso y aquel simpático doctor al que lo llevaba semanalmente su mami, sí, el mismo que tenía su consulta repleta de juguetes y al que le gustaba jugar con él, le había aconsejado que, cuando fuera que estuviese nervioso, se concentrara en otra cosa, cualquier cosa que le permitiera darle un respiro a su mente de situaciones estresantes. Y como él confiaba mucho en aquel simpático doctor hizo caso de sus palabras; tres autos, ya son cuatro autos menos para salir de esta calle. 

Estaba alcanzando el auto número quince cuando volvió a escuchar los agudos pasos (o el rodar de una hoja seca de otoño) a sus espaldas. Su pulso volvió a acelerarse y tuvo que hacer el esfuerzo de tragar su saliva, la cual parecía una gran bola de agua tratando de pasar por una pajilla de esas que vienen en las cajitas de jugo que le metía su mamá en su lonchera para el colegio. Trató de no dejarse llevar y no miró atrás, ni aceleró su paso; sólo siguió su camino como si nada hubiese pasado. Auto número veinte, industria número tres, esas eran sus cuentas mentales.

Un gran cartel llamó su atención. En él decía: “Shark Industrias” en grandes letras, bajo la cual salían una gran cantidad de palabras en menor tamaño. No eran más que nombres todos arrejuntados. Lo que llamó su atención fue la imagen del cartel: era un gran tiburón con muchos dientes alrededor de toda su boca que se estaba devorando un pequeño barco, el cual parecía no llevar pasajeros. Por suerte, se dijo a sí mismo. Un cartel tan llamativo y no recordaba haberlo visto antes. Quizá no estaba, o quizá lo veía ahora porque necesitaba concentrase en algo. Mas el pequeño no pensaba en ello, sólo admiraba al gran tiburón tan hambriento como para comerse un barco sin gente en él. Los tipos de las películas siempre matan a los tiburones, no saben que ellos sólo quieren su barco, rio para sus adentros al pensar en lo tontos que eran esos tipos de las películas. Con razón su mami siempre los retaba gritándole a la pantalla cuando estaban en alguna situación de peligro, aún cuando su padre le había dicho en alguna ocasión lejana que ellos no podían escucharla.

Al recordar todos esos momentos chistosos con su mami que creía que los tipos de las películas la escucharían algún día comenzó a reír, ya no sólo para sus adentros, sino en voz alta. Podía darse ese lujo pensando en que la calle estaba sola. O… ¿no era así?

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