Esteban
siempre fue lo que muchos llamarían un “chico raro”. Muy callado, algo
malhumorado y siempre se movía de aquí para allá con la cabeza gacha y los
hombros caídos. No alcanzo a contar las veces que lo sorprendí dibujando cosas
muy extrañas en su cuaderno mientras el profesor dictaba; eran figuras que no
entendía del todo, algunos consistían en muchas rayas sin comienzo ni fin.
Otros, de personas durmiendo en el suelo o, a veces, encima de un charco que,
con especial vehemencia, pintaba con su lápiz rojo. Yo no le decía nada porque
sabía que debía ser difícil ser como él porque, incluso a nuestra corta edad,
podíamos fácilmente saber cuando los demás nos evitaban.
Un
día martes del mes de septiembre, noté que Esteban andaba aún más inquieto que
lo habitual. Su cara insistía en asomar una mueca torcida que no entendí del
todo durante toda la mañana. Cuando por fin sonó el timbre que indicaba el
término de la jornada, Esteban me miró durante un largo rato. Se veía pálido y
parecía sudar. Finalmente de levantó de su asiento, tomó sus cosas y salió
corriendo de la sala de clases. Yo hice lo mismo y, una vez fuera del
establecimiento, torcí a la derecha para dirigirme a mi hogar. Un “¡Espera!” me
detuvo en seco. Me di vuelta y vi a Esteban a unos metros atrás de mí. Su
rostro se encontraba congestionado por los nervios y esa extraña mueca insistía
en brotar. “La próxima semana es mi cumpleaños”, dijo. “Me gustaría que
estuvieras ahí”. Acto seguido se dio media vuelta y corrió enérgicamente,
eludiendo a los estudiantes que salían raudos de la escuela.
Corría
el viernes de la misma semana. Esteban no se había presentado en la escuela y,
ya que eran los diez de la mañana, supuse que tampoco iría ese día. No podía
evitar pensar en qué le pudo haber pasado, sobre todo por su forma de ser, que
tan fácilmente podía ser avasallado. El día se hizo largo y extraño, la semana
próxima no tendríamos clases por las festividades del dieciocho y todos nos encontrábamos
impacientes de salir pronto.
Cuando
por fin sonó el timbre salí corriendo primero que todos a la salida. Escuché
que el profesor me llamaba pero hice caso omiso; que me dijera lo que quisiera
cuando volviéramos de las vacaciones. En la salida, entre los cientos
estudiantes, vi una silueta sombría que me observaba con atención. Siendo más
pequeño que los demás (incluso que los de años menores), me escondía con
facilidad entre la multitud. Pero la sombra me siguió, se coló entre todos y
llegó hasta mí, afirmándome el hombro con tanta fuerza que no pude esconder una
mueca de legítimo dolor. Era Esteban, por supuesto, pensé. Quien sólo se limitó
a decirme algo que me desconcertó para luego huir entre la gente con la misma
facilidad con la que hacía siempre.
Los
días pasaron y seguí pensando en lo que me dijo Esteban y en el por qué habría
cambiado de opinión y si haya tenido que ver con su ausencia en la escuela.
Finalmente, opté por contarle a mi mamá sobre mi dilema. Ella me dijo lo que
cualquier madre sobreprotectora diría; “No te juntes más con ese niño, ya de
por sí es bastante raro y no quiero que sea una mala influencia para ti”,
fueron sus palabras exactas.
No
satisfecho con la resolución de mi mamá, decidí ir a visitarlo el día
diecisiete. No sabía qué día con exactitud era su cumpleaños, pero supuse que estaría
en su casa porque su familia, a juzgar por el par de veces que los vi ir a
buscarlo, no parecía del tipo de gente que celebrara el dieciocho o cualquier otra
festividad, en realidad.
Llegué
a su casa y toqué la puerta con unción. Me sentía verdaderamente emocionado de
sólo pensar en ver su cara de sorpresa cuando me viera ahí parado. Mientras
esperaba que me abrieran la puerta lamenté el no haberle llevado un mejor regalo
que mi Superman de juguete envuelto pobremente con papel volantín y scotch.
La
puerta se abrió frente a mí mientras estaba concentrado sopesando mi regalo. Escuché
un “entra” desde la oscuridad que se escondía tras el umbral y obedecí. La casa
era muy extraña y estaba muy oscura pues unas tablas bloqueaban el acceso de la
luz por las ventanas. En lo que parecía ser el comedor no había nada sino una
persona con las rodillas y la palma de la mano izquierda en el suelo mientras
se sostenía la cabeza con la otra mano. Era Esteban, quien miró a quien ahora
noté era su papá, que estaba tras mío. Lo miré también y, acto seguido, me
arrebató mi regalo de las manos. Esteban me seguía mirando, entre la oscuridad
de la habitación no logré convencerme de si eran lágrimas lo que brotaba de sus
ojos o si era algún otro tipo de líquido, uno más espeso y oscuro. “A la
próxima podremos ser amigos. Amigos de verdad”, me dijo. Lo miré con inquietud,
mi corazón se aceleró sobremanera y me respiración se entrecortaba. No entendía
nada. Su papá abrió mi regalo y lo sopesó en una actitud muy extraña mientras
su esposa entraba a la escena vistiendo un delantal muy manchado de extraños
colores. Volví a ver a Esteban quien ahora yacía completamente en el suelo, con
la mirada perdida y aquella mueca que estuvo forzando por retener todo el
tiempo por fin libre, escrita con cincel en su cara. No sabía qué hacer, no
podía gritar pues me hallaba perplejo. Opté por mirar a su padre, quién ahora
sostenía mi regalo de una forma extraña. No entendía nada hasta el segundo que
pude entenderlo todo. Todo. Sentí
miedo, un miedo horrible que me paralizó totalmente. Lo último que vi fue al
padre de Esteban sonriendo mientras sostenía de aquella manera la figura de
Superman, de aquella manera tan extraña que nunca olvidaría. Ni el día que me
encontraron ni el día que exhale mi último suspiro.
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